Creo que la reacción, prácticamente ninguna, de los mercados ante los dos últimos eventos geopolíticos importantes a los que hemos asistido merece una reflexión. Las Bolsas especialmente han tenido una respuesta mucho menor de lo que hubiera cabido esperar. Parece que tras uno de los periodos más largos de esquizofrenia colectiva en los mercados financieros –en el que prácticamente cada evento nueva situación suponía una elección binaria entre susto o muerte– nos hemos adentrado en un periodo de mayor relativismo.
Hemos avanzado por la curva de la experiencia. Hemos aprendido a palos. Varios de los desafíos a los que nos enfrentado últimamente han tenido el peor de los desenlaces posibles y sin embargo no ha sucedido gran cosa; desde luego, nada de lo que anticipaban la caterva de discípulos del apocalipsis. En ese movimiento pendular que históricamente ha caracterizado las reacciones humanas ante las situaciones de incertidumbre, durante estos años hemos pasado de la absoluta complacencia de los años anteriores a la crisis a una situación de pesimismo recalcitrante que casi se nos lleva por delante.
Estamos en una fase menos extrema, lejos de los miedos que nos han tenido atenazados los últimos tiempos, que es buena en sí misma porque la confianza genera más confianza. El péndulo seguirá su camino hacia la euforia —es consustancial con el género humano— pero aún estamos lejos.
La cantaleta de una eventual burbuja ya está empezando a coger cuerpo, pero sigue siendo algo lejano. Tras casi una década en la que el miedo irracional ha campado a sus anchas, nos quedan muchos años antes de tener que preocuparnos por una nueva fase de euforia. El recuerdo de tiempos peores es en sí mismo lo que no ha permitido que se nos suelte el brazo antes y que le hayamos atribuido probabilidades mucho más altas que las que en realidad tenían a desenlaces apocalípticos. Ahora nos toca disfrutar.
Artículo publicado en ABC.
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