Las burbujas resultan muy atractivas al personal. Provocan morbo, supongo. Al calor de lo vivido en los últimos años, la leyenda negra que acompaña a este fenómeno, que tiene más de emocional que de económico, lo ha convertido en algo de uso cotidiano. Al menor atisbo de recuperación de los precios en un determinado activo surgen sagaces observadores — en política creo que ahora se autodefinen como astutos— que advierten de los riesgos de una eventual burbuja. Se ha convertido en un mantra aburrido con el que de forma impenitente nos castigan cada vez que se recuperan los precios.
La bolsa americana rompe nuevos máximos, hay una burbuja. Los precios del alquiler en Madrid o Barcelona repuntan algo, hay una burbuja. Se anuncia una gran operación (o no tan grande) en el mercado de capitales, hay una burbuja ¡cuidado! Se ha convertido en el grito de guerra de mucho apocalíptico de salón que piensa que, de este modo, al menos, se habrá cubierto las espaldas para cuando de verdad ocurra.
Y ocurrir, ocurrirá pues es consustancial al género humano. Llegará un momento en el que, como consecuencia de la «exuberancia irracional», los precios de algunos activos se vayan a niveles de muy difícil justificación. Esto ha sido así siempre y así seguirá siendo. Es un movimiento pendular: pasamos del miedo a la euforia y del escepticismo a la complacencia. Pero, resulta prematuro –mucho– pensar que estamos ya en ese punto de dejarnos llevar por la irracionalidad de que los precios se disparen.
Quizá y como consecuencia de las recientes experiencias vividas, que sin duda alguna han sido absolutamente extraordinarias, tenemos la piel más fina. Y es posible que, antes de la próxima burbuja, primero tengamos que pasar el sarampión (o moda) de los cazadores de burbujas.
Artículo publicado en ABC.
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