La actitud de la Unión Europea en la negociación con el Reino Unido durante las últimas semanas se aproxima al hartazgo: demasiado tiempo y demasiados esfuerzos dedicados a un problema que sus protagonistas políticos no afrontan. Cada uno va a lo suyo, sin que de momento parezcan preocuparles las consecuencias que podría traer el peor de los escenarios, cada vez más cerca. Las soluciones propuestas menoscaban los principios que sustentan la Unión Europea y, desde luego, por ahí no van a pasar: sería un precedente que haría temblar los cimientos de la UE. Y entretanto no se avanza políticas en fiscales la unificación o en el diseño de definitivo del Fondo Europeo de Garantía de Depósitos, que es lo que en este minuto de partido debería ocupar a los socios europeos que sí tienen ánimo de permanencia.
El desenlace resulta imprevisible. Tan pronto parece que el acuerdo está al alcance de la mano como todo lo contrario. En cualquier caso, resulta poco probable que la primera ministra británica sea capaz de conseguir el apoyo en la Cámara si finalmente obtiene algo en claro de su negociación.
Llegados a este punto, la posibilidad de un nuevo referéndum parece tomar cada vez más cuerpo. Se plantea como la mejor solución para evitar la consumación del tiro en el pie que constituye cualquier versión del Brexit. Es la única forma de evitar la crisis constitucional que provocaría ir en contra del voto popular, repiten. Llegados a este punto, al resto de Europa qué más le da. Los británicos, parapetados en su característica flema, que en este caso no es sino una forma piadosa de enmascarar su presunta y mal entendida superioridad, se siguen agarrando a sus instituciones como remedio a todos los males y no son conscientes de la que se les ha venido encima. Como decía aquel, en Europa hay dos tipos de países: los pequeños y los que todavía no saben que son pequeños.
Artículo publicado en ABC.
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