La semana pasada conocimos dos datos importantes. Por un lado, que el déficit público en 2018 cerró en el 2,6%, lo que permite que España salga del procedimiento de déficit excesivo que aplica Bruselas a sus peores alumnos. Y, por otro, conocimos el dato final de crecimiento de la economía el año pasado: también un 2,6%, cuatro décimas menos que el año anterior pero muy por encima de la media europea.
El déficit público se ha reducido sobre todo por el incremento de los ingresos –2018 fue año récord de recaudación– y el principal punto negro sigue siendo el desequilibrio de las cuentas de la Seguridad Social, donde la sostenibilidad del sistema de pensiones es un problema cuya solución no se puede alargar más.
Y con respecto al crecimiento, más allá de que se haya crecido algo menos, se sigue creciendo igual de bien que los últimos años, es decir con superávit por cuenta corriente, sin necesidad de financiación exterior. Esta forma de crecer es algo absolutamente novedoso para nuestra economía. Las exportaciones han caído algo –poco– como consecuencia de la caída del comercio mundial y la demanda interna ha continuado a buen ritmo. Estamos en los primeros compases de un ciclo virtuoso en el que la creación de empleo y las subidas de sueldos alimentarán la demanda interna, que a su vez generará más empleo por la mayor inversión.
Todo lo anterior sobre unas bases mucho más sólidas gracias a las ganancias de competitividad que se han producido en los últimos años. Ganancia que son estructurales, en la medida que las subidas de sueldo sean menores o iguales a la del resto de países europeos.
Así las cosas, la economía española va a continuar liderando el crecimiento de los países desarrolladas durante los próximos años. Con independencia del mayor o menor crecimiento de la economía mundial, a España le queda todavía mucho partido por jugar.
Artículo publicado en ABC.
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