Trump lleva cien días en la Casa Blanca y, por el momento, no se ha roto nada. Aspavientos, tuits, insolencias y excesos, pero nada roto. Todo lo contrario, si para algo sirve este breve periodo con el nuevo presidente es para demostrar que las bravatas de la campaña terminan siendo solo eso, bravatas. Porque no le han dejado, o porque se ha retractado, las medidas más controvertidas del arranque del mandato se han quedado en agua de borrajas. No hay muro, sigue el acuerdo comercial con los países y no ha encontrado planteamiento alternativo al ‘obamacare’.
El realismo se impone casi siempre a la política de impulsos. Las salidas de tono y los calentones no van a parar, forman parte de sus señas de identidad e irán al ritmo de su popularidad. Sabe que el ruido y la confrontación es lo que más quiere su parroquia. Entretanto, ha sido lo suficientemente inteligente como para no adoptar ninguna decisión que sea irreversible.
Todo lo anterior es en parte consecuencia de que Trump, pese a ser un personaje extremadamente sui generis, no está atado a ninguna creencia o dogma -a diferencia de lo que ocurre con los Corbyn, Iglesias o Le Pen de turno- y, por lo tanto, no le importa nada desdecirse.
Por otro lado, los algo más de tres meses de mandato del nuevo presidente han sido la mejor muestra de la solidez del modelo americano, de la fortaleza de los contrapoderes y la madurez de su democracia.
Una decepción más para la legión de apocalípticos que nos asolan. Y la que les quedan, porque mantendrán su piñón fijo y, pese a sus augurios, EE.UU. sigue creciendo e incrementa el empleo.
Artículo publicado en ABC.
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