Parece que están llegando todos a la misma conclusión que muchos pensamos hace tiempo: el mejor Brexit es que no haya Brexit. Es difícil saber cuál va a ser el desenlace si atendemos a los movimientos de vuelo corto de unos y otros, pero sí podemos llegar a algunas conclusiones. La primera y más clara es que los referéndums son atajos que no llevan a ninguna parte. Y menos en las democracias parlamentarias, donde quienes tienen la responsabilidad de las decisiones son los parlamentos. El recurso de la votación en caliente raya con la dejación de funciones y es una lotería con unos riesgos que no deberían ser asumibles por el político responsable.
Llegados a este punto, se cumple la máxima de que nadie se despeña voluntariamente. Ni por muy superior que te creas acabas tirándote por el barranco para dar una lección a no se sabe bien quién. Y aunque en todos los procesos hay riesgo de accidentes, como consecuencia de que en los últimos años vivimos uno, se tiende a magnificar las probabilidades de desenlaces fatales.
Una salida a las bravas no tiene probabilidad por muy tercos que algunos quieran ponerse. Es peor para todos. Y las cosas que no tienen sentido y que están en nuestras manos, aunque nos cueste creerlo, no pasan.
Y por fin, con independencia de cómo se solucione el embolado en el que están metidos –y aquí Europa hace muy bien, «el problema es suyo, que nos presenten una solución en la que estén de acuerdo»–, una vez que se encarrile el entuerto, quién sale claramente fortalecido es la Unión Europea. Todo un Reino Unido, con las cosas que ha dicho sobre la UE, haciendo piruetas para mantenerse en las mejores condiciones posibles –idealmente como estaban antes de la votación– dice mucho de las bondades del proyecto común europeo.
Artículo publicado en ABC.
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