“Quien estará aquí dentro de diez años será el cliente”, fue la inteligente respuesta que escuché la semana pasada en un seminario sobre fintech, a la pregunta acerca del futuro del sector financiero dentro de diez años. Estamos en un momento muy interesante en el que todo parece cambiar muy rápido. Los nuevos jugadores tratan de aprovechar los huecos en la cadena de valor y meter la cabeza en negocios tradicionalmente controlados por los bancos y de márgenes más altos.
De todos modos, la idea que tienen algunos de que los bancos acabarán ofreciendo servicio de poco valor añadido, porque las fintech van a ser capaces de reducir la intermediación bancaria en los negocios más atractivos, parece confundir el deseo con la realidad.
Sin duda, el modelo de la banca tradicional resulta vulnerable. Han perdido –a pulso– parte de su antiguo poder omnímodo de prescripción y el hecho de considerar al cliente como un ser indefenso les ha llevado a cometer demasiadas tropelías.
El entorno bancario ya ha cambiado mucho los últimos y las entidades han sabido adaptarse. En coherencia con esto, asumir que no van a ser capaces de adaptarse al entorno que está por llegar resulta excesivo. La interlocución con los clientes va a cambiar significativamente en los próximos años y aunque se pretenda dar la vuelta a la relación, los bancos van a mantener su ascendencia sobre los muchos clientes gracias, en buena parte, a que su negocio está protegido por la regulación.
No tengo duda de que el uso de los productos financieros se va a democratizar: los usos, la regulación o la cultura financiera, todo lo apoya. Ambos modelos, el fintech y la banca tradicional, no son incompatibles y están condenados a convivir. Además, el músculo de las grandes entidades financieras les proporciona una posición de ventaja frente a los nuevos entrantes, que, por definición, pequeños.
Artículo publicado en ABC.
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