Dos autobuses pasean por las calles de Londres promocionando la ciudad de Madrid. Se ha anunciado a bombo y platillo la contratación de una persona para que, como si de la candidatura olímpica se tratara, se pasee por la City glosando las bondades de la capital. La presidenta de la comunidad lo ha incorporado a su discurso y se han montado grupos de trabajo interdepartamentales. Todo para intentar que algunas de las compañías con campamento base en la capital inglesa se fijen en la nuestra ante el miedo a posibles consecuencias del brexit.
Sin embargo, esto no va a poder ser. Y no es porque Madrid carezca de buenas infraestructuras, que lógicamente las tiene, o porque no se encuentre bien situado, pues difícilmente podría estar mejor ubicado. Tampoco porque la mano de obra esté cualificada o resulte cara, esos no son los problemas. En todos esos aspectos difícilmente encontrarán un mejor candidato que la capital española para atraer a todas aquellas compañías que se están replanteando cambiar la ubicación de su domicilio social.
Si Madrid –y el país en su conjunto– no resulta un destino atractivo es por la percepción generalizada de que existe el riesgo regulatorio. Y no les falta razón. Un país en el que el discurso de la clase política desprende en general un tufo populista con apariencia de progresista, en el que demonizar a la clase empresarial es algo habitual, no puede considerarse el mejor cimbel para atraer al incauto empresario.
Además, ese cainismo tan nuestro bloquea cualquier iniciativa fiscal que sirva para tentar a la comunidad financiera a hacer las maletas e instalarse aquí. Perdimos ese tren hace mucho tiempo y la culpa no es del empedrado, es solo nuestra. Mientras que en otros sitios extienden la alfombra roja, aquí no nos cansamos de meter palos en las ruedas.
Artículo publicado en ABC.
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