No ha sorprendido mucho que, después de todas las idas y venidas, el pasado fin de semana en el marco del G-20, Estados Unidos y China hayan retomado las negociaciones del acuerdo comercial que había encallado hace unos meses. Han logrado sonoros titulares, lo que parece el objetivo que una de las partes buscaba. Es el signo de los tiempos. En un momento en el que la banalización de la política ha alcanzado cotas difícilmente imaginables hace poco tiempo, el desenlace de este enfrentamiento era más que previsible.
Sin saber en qué quedará todo, la conclusión a la que podemos llegar es que una vez más la sangre no llegará al río. Trump, en su faceta de bombero pirómano, es un experto en resolver problemas que previamente había generado. A poco más de un año para presentarse a la reelección, no tenía mucho sentido que continuara echando leña al fuego de la guerra comercial. Por lo tanto, ha hecho lo que tocaba. Desandar el camino y apuntarse un tanto con su parroquia. Sus formas no por previsibles y zafias son menos efectivas. El más que probable acuerdo con los chinos no va a ir al fondo del problema –la asimetría con la que China participa en el comercio mundial y la sistemática vulneración de la propiedad intelectual–, pero Trump marcará un gol igualmente.
El desenlace de la guerra comercial permite llegar a otra conclusión desde la óptica de los mercados financieros. Este ha sido el enésimo caso en el que el mercado atribuye al peor de los desenlaces posibles una probabilidad mucho más grande de la que realmente tenía. Sin embargo, una vez más, no ha sido así. La sensatez se ha vuelto a imponer y es que al revés de lo que el mercado parece poner en precio sistemáticamente, el ser humano no suele optar motu proprio por despeñarse. El episodio chino-americano debería servir para que avanzáramos por la curva de la experiencia.
Artículo publicado en ABC.
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