Aunque soy más de san Agustín y de su máxima sobre la castidad, hoy es un día igual de bueno que otro para recordar la famosa plegaria sin autor reconocido –como mucha cosas buenas– que se ha atribuido a prácticamente todos los pensadores medianamente conocidos de la serenidad: «Señor, concédeme serenidad para aceptar aquello que no puedo cambiar, fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia».
Hoy como ayer, y como prácticamente siempre, son muchos los interrogantes abiertos. Es mucho lo que no sabemos y resulta difícil anticipar lo que pueda pasar en los distintos frentes en los que nos estamos batiendo el cobre. No se sabe en qué puede acabar la guerra comercial entre los chinos y los americanos, ni qué puede suceder con el Brexit o con nuestras miserias locales. Resulta del todo baladí tratar de desmontar todas las teorías conspiranoicas que campan a sus anchas por la opinión pública y publicada, ya que la superioridad moral de los fatalistas es de sobra conocida.
Sin embargo, sí conocemos lo que ha pasado últimamente y podemos extraer algunas enseñanzas. Se ha atribuido una probabilidad muy alta a los desenlaces catastróficos de cada evento con el que nos hemos topado y, sin embargo, no han tenido las consecuencias que a priori se anticipaba. Los británicos votaron a favor del Brexit –la peor de las opciones– y hoy, tres años después, sin tener para nada claro el posible desenlace, lo único que no se ha cumplido han sido los tremendos augurios que entonces se dibujaban. Ganó Trump, que era la peor de las posibilidades –e inesperada– y no se ha roto nada, incluso a pesar de sus terribles maneras e idas y venidas. En el caso de España, el mejor ejemplo ha sido Cataluña, que ha sido algo horrendo para nuestro país, pero que tampoco ha tenido consecuencias catastróficas.
Por lo tanto, no sabemos qué puede pasar en los próximos meses, nadie lo sabe; sin embargo, no tiene por qué ser tan malo como ahora pueda parecer, como no lo ha sido con todas las cosas que han pasado últimamente. De un tiempo a esta parte nos hemos dedicado a magnificar los riesgos, algo consustancial con el género humano, que explican muy bien las teorías sobre el comportamiento conductual. Sin embargo, lo que debería aplicar sería la máxima kantiana de que la medida de la inteligencia es la cantidad de incertidumbre que somos capaces de soportar.
Artículo publicado en ABC.
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